JUAN DOMENECH.–   Cuenta Gregorio Marañón en su magnífica biografía del Conde Duque de Olivares, que el padre de éste tenía un fuerte carácter. De nombre Enrique de Guzmán y Ribera, noble y hombre de estado español, fue el II conde de Olivares, tesorero mayor de Castilla, alcaide del Alcázar de Sevilla, embajador de España en Francia y Roma, Virrey de Sicilia y más tarde de Nápoles, consejero de Estado y padre nada menos que de Don Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar,​ conde-duque de Olivares, el famoso valido de Felipe IV.

     Pero vayamos al grano y veamos cómo se las gastaba el irascible Enrique de Guzmán.

     Estando en Roma como embajador tuvo que hacer diplomacia con el Papa Sixto V, nombre para mí paradójico, dicho sea de paso, pontífice bueno y con talento, pero de relaciones antipáticas con el entonces emperador Carlos V.

«la suerte de tener al lado personas de carácter amable y apacible»

     Sixto era también hombre de estado y de no menos temple moral que D. Enrique. Así que dos caracteres tan fuertes con intereses poco coincidentes acabaron chocando de manera inevitable. No le faltaba al embajador español singular arrogancia, pues solía D. Enrique llamar a sus criados en Roma con una campana y como esto, según parece, sólo podían hacerlo los cardenales, Sixto V envió a uno de los suyos, el Cardenal Pereto, a rogarle que no la tocase. La cosa fue a más y hasta el embajador de Francia despachó también unas letras de censura contra D. Enrique por esto de las campanitas. Al final se impuso la voluntad del Papa sobre la preeminencia del tocar la campana, pero hete aquí que, obligado el español a renunciar, dejo el “tilín, tilín” y optó por el bum va y bum viene a cañonazos para llamar a los criados, por lo que el bueno de Sixto V tuvo que cambiar de opinión con el fin de evitar que la ciudad santa retumbase a diario de continuo.

     Vamos, que si por un quítame allá esas pajas actuaban así, como sería en los asuntos serios. Se dice que tal vez la muerte del buen Papa se adelantó a causa de los disgustos que le causaba nuestro embajador que no perdía ocasión para tocar las narices a su contrario. Cuentan que en cierta visita estaba el Santo Padre jugando con su perrillo sobre la mesa y D. Enrique se lo arrebató apresuradamente poniéndolo en el suelo. Debía ser aquel trato entre ellos un infierno, un agotamiento mutuo en el que era imposible descansar. Por eso termino este centón, extraído en buena parte del libro escrito por el admirable galeno don Gregorio, pensando en la suerte de tener al lado personas de carácter amable y apacible, esas que estando a nuestro lado nos hacen la vida más grata, aligeran el peso de los días y con su presencia, nos hacen desear que algunos minutos sean eternos.

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