MANUEL RODRÍGUEZ (RODRI).- El libro del Eclesiastés enfatiza que todo tiene su momento. El texto, atravesado por los siglos, podría resumirse en una exhortación al carpe diem, a vivir el presente: “Hay un tiempo para cada cosa (…) tiempo de rasgar y tiempo de coser / tiempo de callar y tiempo de hablar, / tiempo de amar y tiempo de odiar, / tiempo de guerra y tiempo de paz…”. La retahíla de los tiempos vino a la cabeza, junto con las risas compartidas con unos turistas, ante el doble cartel colocado en un parque de la ciudad. Estaba en la base de la escultura de una pareja de ancianos y decía: Restauración. Y en grafía muy pequeña “zona de”. Parecía referirse a los ancianos, pero las flechas indicaban hacia los extremos de la escultura a la que su autor, Ángel Ferrant (Madrid 1890-1961), tituló “La cuesta de la vida”.
Restauración es palabra de honda historia. Evoca la tarea de “reparar, renovar o volver a poner algo en el estado o estimación que antes tenía”, dice una de las acepciones de la RAE. Pero hace tiempo que el polisémico término sumó a su significado la actividad de la gastronomía y la cocina. Suena bien. “¿Qué va ser?”, pregunta clásica del camarero. “Pues venimos a que nos restauren”, podrían decir los clientes. En realidad esa fue la idea inicial de un tal Dossier Boulanger, un cocinero francés al que se le atribuye haber abierto el primer restaurante. Su propuesta era que la gente acudiera a probar sus platos. Al principio eran caldos reconstituyentes. Luego amplió la carta y colocó un mítico cartel: “Venid a mí, hombres de estómago cansando, y yo os restauraré”. [lo de mujeres de estómago cansado, a pesar de la cercanía de la revolución de la libertad, la fraternidad y la igualdad quedó para más adelante] Tras la revolución francesa, los cocineros de los aristócratas se quedaron sin trabajo y optaron por secundar a Boulanger. Así, los restaurantes se extendieron de París al resto de Francia y después a otros países.
Volviendo el cartel de la restauración, lo que señalaba eran los lugares de bebida y comida durante las actuaciones musicales en dicho parque. Estamos en tiempo de festivales y en tiempo de restauración. Desde el fondo del verano toca restaurar, arreglar desconchados de cuerpos y almas agrietadas por tanto trajín. Tiempo de parar, de restañar heridas, de compartir miradas…. Mejor junto al mar., como escribió Nicolás Guillén: .”Amo los bares y tabernas / junto al mar, / donde la gente charla y bebe / sólo por beber y charlar. (…) Allí la blanca ola / bate de la amistad; / una amistad de pueblo, sin retórica, / una ola de ¡hola! y ¿cómo estás?”.
Charlas amigables sobre esa vida que a veces se empina, como la cuesta de los ancianos de la escultura. Para subirla, ellos se unen; él la abraza mientras empuña su cayado. Ella apoya la cabeza en su hombro. Y siguen caminando. Cuerpo con cuerpo. Alma con alma. Compartiendo las miradas. Quizá en un diálogo perenne, cuando no los escuchan. Como “los adorantes”, de Pardo Bazán, colgados en la puerta de entrada de la iglesia de Santiago, frente a la casa donde vivó la escritora. Los ancianos también comentarán el día; hablarán de los paseantes de perros que pasand por delante. De los crios con sus bicicletas. De los caminantes solitarios. De los turistas buscando sombra. Y, con una sonrisa, del doble cartel de la restauración. “Pues no te vendría mal algún reconstituyente; estás adelgazando”, le dirá ella. Es verano. Tiempo de restauración.