IGNACIO LETE.- Seguramente lo han visto ustedes alguna vez en una pareja: llevan varios años juntos, han hecho todas las cosas que suelen hacer las parejas menos tener hijos, -a veces incluso eso también-, y en los últimos tiempos su relación languidece. En esa situación es frecuente que escuchemos a uno o a los dos cosas del estilo de: «no me sigue» el ritmo, «no me aporta» nada, la relación ya «no me compensa».
A veces, sobre todo si la pareja es muy joven y uno de ellos está dando sus primeros pasos en el mercado laboral al tiempo que el otro sigue estudiando, es muy evidente que tienen expectativas a corto plazo muy diferentes, aún siendo de la misma edad.
Por un lado es cierto que es prudente contar con una sensata compatibilidad entre los intereses y deseos de ambos. Pero también es verdad que nuestra epoca piensa por nosotros e impone unos supuestos previos (máximas libertad y placer, adquisición de múltiples experiencias, pesar meticulosamente nuestra entrega al otro y lo que recibo de él), que hacen que ante pequeñas dificultades la cuenta de resultados fácilmente pueda arrojar un resultado negativo. La nuestra es la «época del yo».
En épocas no lejanas, sólo unas pocas décadas atrás, probablemente era más frecuente que la gente desarrollase sus vidas en función de un «nosotros» más que de un «yo». No era tan fácil ni rápido pasar de una etapa a la siguiente, podríamos decir que había que acumular puntos, como para subir de nivel en un videojuego. La dificultad o la demora aumentaban la ilusión por avanzar. Esa misma ilusión se alimentaba también de tener una meta común, un destino al que dirigir los pasos de ambos. En suma, el sentido estaba más claramente presente.
En una lógica diferente, -la del don-, el otro es para nosotros un gran regalo, lo que se construye entre ambos es más grande que la suma de los dos y está en nuestra mano luchar (nuestra voluntad no cuenta menos que nuestro sentir) para subir de nivel.